lunes, 21 de abril de 2025

 El Guardián

La biblioteca del Serapeum es saqueada antes de ser incendiada. En el laberinto pétreo de sus entrañas una mujer de evolucionado pensamiento arrastra su manto de filósofo dejando atrás una nubecilla de polvo. Alejandría convulsiona y nadie se ocupa de activar la ventilación y el alumbrado del subterráneo que luce como las profundidades inescrutables de Duat.

   Alumbrada por una tea cruza la bóveda destinada a contener los libros de física, el siguiente recinto está prohibido para espíritus estrechos y voluntades deleznables, ella entra y embute la tea en una oquedad de la pared.

   Los receptáculos que albergan los libros y volúmenes respetan el arreglo y eficiencia de un panal de abejas. La filósofa consulta el pinakes para ubicar la posición exacta de los cuarenta y dos escritos sagrados que Hermes el “Tres veces grande” resumió en la “Tabla de esmeralda”.

   Cuando rasga la cera de abeja que sella el depósito que acoge los volúmenes, de las cicatrices oscuras de la caverna surge un torrente de luz que encandila a Hipatia y no abre los ojos sino hasta que la luminosidad ha adoptado la figura de un Lamasu, un espíritu defensor del conocimiento y los tesoros, posee el cuerpo y los cuernos de un toro gris, las alas de un águila gigante y la cabeza de un humano varón de rostro afable que dice llamarse Lear Ned, ser hijo del sol y dice, también, ser el guardián del “secreto de la sustancia primordial y sus transmutaciones”.

   Para aceptar a la filósofa como digna de extraer los escritos sagrados plantea un enigma inextricable: “Si hablas con la verdad te mataré con mis cuernos y si me mientes te mataré con un hechizo. ¿Cuál debe ser tu respuesta para sobrevivir?”  La respuesta es satisfactoria, de modo que la apremia a abandonar el lugar, la despide con palabras que Hipatia trataría de dilucidar hasta el final de sus días: “Nos volveremos a ver en una realidad paralela, donde solo Lear Ned será real”.

   Al abandonar Hipatia los sótanos de la biblioteca el crepitar del fuego que traga historia y saber la recibe en la sala principal. La fogosidad del calor se restriega en su rostro como una caricia apasionada, las llamas ufanas amenazan con chamuscar sus rulos perfectos de estatua de ángel bizantino que protege cubriendo con el manto y reta la suerte atravesando la columna de humo y fuego.

   En las calles su vida corre más riesgo que entre las llamaradas, la acusan de herejía y de promover la discordia entre el patriarca religioso y el representante de Roma. Jadeante, con muestras de hollín en los pómulos aborda el carro tirado por dos corceles briosos y perturbados por la multitud enardecida que se acerca.

   Se aleja a galope esparciendo escatológicas esquirlas. A tres calles, quinientos monjes de abyectos afanes, provenientes del Desierto de Nitria, detienen al carruaje, bajan y arrastran a Hipatia por las calles de Alejandría hasta llegar al Cesáreo. Allí, tras desnudarla es lapidada con saña y sus restos son exhibidos, en señal de triunfo, por las calles de la ciudad hasta el Cinareo donde creman los restos.

 

Lear Ned espera complaciente en los subterráneos secretos de la ciudad de Menfis los cuarenta y dos escritos sagrados que transporta Hipatia en una barca por el Nilo después de recorrer el desierto montada en un dromedario sumiso mientras su Alter ego muere por un hechizo “en el entramado de otra realidad”.

 

domingo, 9 de marzo de 2025

 La novia de Néstor

Fui amigo de Néstor un joven solitario y fantasioso, pero todos los chicos lo éramos, así que un poco de ensueño solo era parte de crecer y cimentar nuestra incipiente personalidad.

En una tarde fría y gris que propiciaba las confidencias me confió que tenía novia, al percibir mi incredulidad me aclaró que su novia era imaginaria, mi asombro disminuyó de golpe y todo se acomodó a la realidad.

Los siguientes semanas me contaba de las relaciones con su novia imaginaria. Yo le escuchaba en silencio, maravillado de su efervescente imaginación, su arrebato por la muchachacha era tan marcado y sus palabras tan convincentes que empecé a preguntarme si la chica realmente existía y mis dudas crecieron a tal punto que una noche me sorprendí pensando en ella y platicabamos como si fueramos viejos amigos.

Contagiado por su febril elocuencia y mi deseo de ser empático con su idilio, le conté de mi encuentro imaginario con su novia. Su semblante cambió de pronto y a partir de ese día sus confidencias se hicieron más escasas, apenas para contarme que las cosas no iban bien con la chiquilla.

Nuestra amistad se fue deteriorando hasta que terminó tan abruptamente como había comenzado. Ocurriócuando al terminar una clase fue el primero en dirigirse a la puerta de salida del salón y antes de salir se volteó con una expresión de odio, acrimonia y temblor de labios me acusó gritando de haberle robado a su novia.

domingo, 4 de febrero de 2024

 

Conciencia

Esta lucha por fin me ha fraccionado. Supongo que no soy el único, tal vez también otros efectúan la batalla interna e interminable que sin importar que parte gane siempre se pierde. Mi conflicto surge entre la emoción y la razón. Tengo la costumbre de analizar lo que siento; de convertir las cosas equivocadas en justas. 

 

   La pelea más reciente fue definitiva, la espada de democles me dividió en dos. Hace un par de noches, aprovechando que mi esposa estaba de vacaciones, fui a un bar al salir del trabajo. El ambiente jovial en el lugar me hizo sentir incómodo, de modo que busqué refugio en la barra. Mi reducto solitario duró poco, pronto estuve rodeado por la tribu juvenil, en su mayoría hombres, pero también había féminas que sin pudor reposaban sus frondosos senos sobre los que estábamos en la barra con tal de estar en el bureo.

 

   El pequeño espacio se abarrotó para ver a la “bar ténder” que en forma espectacular preparaba bebidas, era una malabarista con las botellas y vasos para crear cócteles. Apenas la vi fui atraído al igual que una polilla nocturna cae fascinada por la luz.

 

   No fue el conjunto de sus atributos de belleza lo que me atrajo, fueron sus ojos tántricos. Qué le gustó de mí, no me lo explico, tantos jóvenes atractivos y me eligió a mí. Antes de salir del local escribió en una servilleta: “soy Jhumpa, llámame” y agregó su número telefónico.

 

   Al estar en casa gran parte de la noche la conciencia empezó a reprobar mi conducta, a cuestionar mi falta de madurez. Al otro día busqué la servilleta, la desdoblé y al leer “Jhumpa” sus ojos fueron todo lo que mi mente pudo visionar. Fue hipnótico, cuando reaccioné ya había acordado una cita con ella.

 

   Desde luego vino el reproche, el arrepentimiento y la prudencia. Mi proceder había sido deleznable y debía rectificar. Veinte años de matrimonio y de fidelidad, aunque debo reconocer que no ha sido por amor. Excepto con mis hijos, vuelco mis afectos a cuenta gotas y suelo marcar distancias para no llevarme decepciones.

 

   Las siguientes horas fue una lucha entre una parte de mí que pedía una oportunidad, quería sentirse viva y libre, y otra que llamaba a la cordura. De a poco la parte “emocional” fue ganando terreno, dediqué excesivo tiempo en mi arreglo personal. Llegada la hora en que debía salir para llegar puntual a la cita el debate interno se extremó, era tanta la división que de pronto la parte emocional tomó control de mi cuerpo y abandonó la conciencia sentada en el sofá. Me vi tomar las llaves del carro y salir.

 

   La conmoción inicial dio paso a una extraña sensación de ingravidez, como de flotar en el agua o estar en una burbuja. Debía frenarme, así que me seguí, me vi bajar las escaleras a brincos juguetones y chiflando una melodiía; me dio alegría ver esa parte de mi tan feliz. Desde el otro asiento me observaba cuando iba conduciendo, estaba tan ilusionado, liberado del yugo de la conciencia. 

    Mi parte física se encontró con la chica a dos cuadras del lugar de reunión, se saludaron de beso en la mejilla y ella se colgó del brazo recargando su cabeza en… debo decir “mi” hombro con una familiaridad que me resultó chocante. Cuando enderezó la cabeza noté que era ligeramente más alta que “yo”, a pesar de no usar tacones altos, y que tal vez por un gesto amable reclinaba la cabeza en posición incómoda. Ese detalle suavizó mi apreciación de ella.

 

   En el restaurante me observé a media distancia para captar los detalles, mi conducta era despreciable, una cosa era que fuera amable y otra muy distinta que me desbordara en atenciones. Algunos mimos no formaban parte de mi ser por considerarlos cursis y en una primera cita los practicaba como adolescente enamorado.

 

   El cachondeo subió de tono en la habitación de un hotel. De improviso me sentí atrapado en una escena de voyerismo, pero no podía dejar de ver en mí una pasión inédita que seguramente yo (la parte consciente) coartaba, en ella su entrega era espiritual, cada movimiento que repetía era como un mantra corporal y sus ojos bengalíes tenían un brilllo Védico.

 

   Era la primera vez que veía mis gesticulaciones al copular. En el momento del clímax llegó el orgasmo y mis gestos adquirieron un rictus de dolor y sufrimiento, iba a darme risa lo cómico de mi cara, pero me detuvo el comentaro de Jhumpa “¿Por qué no te entregas por completo? Hay algo de ti que se rehúsa a estar conmigo”. Estuve a punto de acercarme y participar, pero me “vi” como la abrazaba con celo.

 

   De regreso a casa me seguí de cerca, con preocupación comprobé que mi otro “yo” el emocional sin la parte consciente era una mejor persona, es decir, tenía detalles no muy comunes en mí: di dinero a un indigente, ayudé con unos bultos a una señora que caminaba con dificultad y en el edificio saludé al portero con amabilidad.

 

   De regreso en casa, aún separados reflexionaba sobre el hecho tan bizarro, y me preguntaba si es posible que una parte estorbe a otra para ser mejores, Y cuando estaba a punto de aceptar que mi parte emocional era la mejor me advirtio que por nada iba a compartir a Jhumpa conmigo.

miércoles, 4 de octubre de 2023



 La pasión de Ahmed

Con la misma convicción con la que ingresa a la mezquita, Ahmed entra a la estación de tren, un edificio viejo pintado de color ocre repleto de viajeros impacientes, acostumbrado a la inmensidad del desierto los espacios cerrados y con gentío afectan sus nervios, de modo que incrementa precauciones: apretuja el brazo derecho a su costado para proteger el paquete que lleva bajo las ropas. 

    Todo va de acuerdo a lo planeado: el tren inicia su marcha a las cinco de la tarde en punto con destino a Casablanca. La máquina jalonea su cauda ajustando el trayecto a la inmutable vía que luce como cicatriz imborrable en la superficie árida. Los niños de Marrakech se alzan sobre las puntas de los pies y hasta saltan para despedirse de los pasajeros como si despidieran a amigos entrañables. 

    Minutos después el tren deja atrás a la ciudad y a los suburbios pobres, es hasta entonces que Ahmed dirige la mirada hacia la ventanilla atraído por el atardecer de colores incendiarios en el horizonte. Las imágenes cercanas pasan a gran velocidad, no logra distinguir los rostros de las mujeres obstinadas en trabajar la tierra y de las que tironean las bestias que arrean de regreso a su corral. 

    En tanto que el paisaje que se presenta a lo lejos, como las llanuras contenidas por la cordillera Atlas de cimas majestuosas lucen inmóviles; del otro lado de esas montañas está el Sahara donde nació. 

    Se le hace agua la boca por el aroma del pan de pita que ingiere su compañera de asiento, tiene hambre, cierra los ojos para recordar el legendario pan de Yandaq. A las afueras de ese pueblo solía arriar un hato de camellos propiedad de su tío, quien lo aleccionaba en cómo disparar armas  en especial en aquellos versículos susceptibles de torcer para enarbolar la violencia. 

    Con él también aprendió a leer y escribir de  modo que cuando dominó estas asignaturas se convirtió en su mejor pasatiempo. Su tío, además, le enseñó los principios básicos y áridos de los números. Pero no fue hasta años después en que Ahmed reparó la forma tan peculiar que su tío planteaba los ejercicios matemáticos: pedía, por ejemplo, encontrar el punto exacto en que un tren con explosivos que saliera de París rumbo a Londres coincidiera con otro que realizara el viaje inverso. La velocidad relativa al momento de encuentro de los trenes desbordaba los conocimientos someros adquiridos y su habilidad para maniobras las bolitas del ábaco, y la intención del tío, la ingenuidad de Ahmed. 

   Un evento inesperado lo arrancó de sus pensamientos: una alerta de atentado terrorista en el sistema ferroviario. El tren frena por completo, sube a los carros una brigada de militares apoyada por sabuesos para buscar los posibles artefactos explosivos. 

    A nada está Ahmed de ocultar el rostro entre sus manos, a cambio resuelve bajar la mirada porque sus ojos pueden mostrar el temor que siente por los soldados, desliza el dedo índice por la frente para retirar el sudor en la pequeña franja de frente por abajo de su kufiyya y reza. Es minucioso en el cumplimiento de los rituales religiosos; se encomienda a Alá, la oración le permite mantener la calma, ciñe el brazo derecho al cuerpo para proteger el bulto y comprime los párpados mientras los perros olisquean imperturbables los olores del pan de la señora. 

    La brigada es eficiente y realiza la revisión con prontitud, Amhed teme que el atraso del tren pueda modificar su suerte. Tal vez no llegue a tiempo para cumplir con su destino y toda la dedicación invertida en elaborar su proyecto que lleva bajo el brazo no sirva de nada. 

    El ferrocarril llega a la estación de Casablanca, Ahmed baja a los andenes y recorre los pasillos y escalinatas en busca de la sala de espera. Reprime el deseo de correr para no llamar la atención. Fija la vista en un kiosko donde se concentran viajeros ajenos a la prisa del resto, entre ellos hay una mujer bella ataviada con hiyab, la reconoce, es ella. Él palpa su costado para cerciorarse que el paquete esté intacto y acelera el paso notoriamente. Un policía obeso mira su actitud con recelo -la alerta de terrorismo continúa-, inclina el rostro para hablar por el transmisor sujetado al pecho mientras abre la funda de su arma…

    Con precisión y celeridad cuatro policías lo rodean y sujetan con firmeza. Los curiosos se alejan de la escena dando gritos de conmoción. El ruido del alboroto ahoga la orden en voz alta que lanza uno de los policías. Ahmed forcejea y su bulto cae al piso. La joven corre estirando los brazos en dirección de una niña vivaz, la pequeña ha escapado de la mano protectora de su madre para recoger el bulto envuelto con tela… Ahmed se contorsiona con violencia para liberarse, la niña levanta el envoltorio, y él expulsa un “Nooo” silenciado con violencia por un golpe que recibe en el estómago. 

    La niña espantada deja caer el paquete ya desenvuelto y vuelan, como palomas liberadas, hojas sueltas que la bella joven intentaba capturar. Son las poesías de su hermano Ahmed que la editorial, donde ella trabaja, ha decidido publicar.

lunes, 26 de septiembre de 2022

 


Agua

 

–!No te culpes amor! No te martirices –le dice para consolarlo mientras con ternura le acaricia la barba sin afeitar.

Él parece no haber oído. Ambos están a la orilla de un estanque natural que sirve de remanso al riachuelo que cruza los linderos del jardín. Él, acuclillado, sigue con la mirada perdida en la profundidad del agua, ella, de rodillas, también la mira, estudia los gestos reflejados de su esposo que se distorsionan con algunas hojas que el viento arroja sobre la superficie cristalina.

No quiere que ella perciba que adiciona más signos de quebranto, pero una lágrima gruesa que rodó su rostro cae formando ondas concéntricas sobre el espejo del agua, con apremio sumerge la mano para borrarlas y también aleja algunas carpas rojas que rutinarias se acercaron a explorar qué había caído.

Ya no puede reprimirse y el sollozo interno le deviene en un llanto escandaloso, ella estira los brazos para rodearlo por el cuello, él la abraza y así lloran juntos por un tiempo prolongado.

Él agradece a su esposa y menciona sentirse mejor, se incorpora y deja caer la muñeca que de tanto estrujarla le alborotó el cabello.

Ofrece a su esposa la mano para ayudarla a incorporarse. Antes de ponerse en pie levanta la muñeca, la aprieta con fuerza hasta lastimarse y la arroja con fuerza hacia el otro extremo del estanque. Al impactarse con el agua rompe la imagen reflejada del columpio roto que cuelga de la bóveda verde de un árbol.

 

 

“Muy sentida es la muerte cuando el padre queda vivo”.

Seneca

viernes, 4 de febrero de 2022

 



El muro

 

Conocí a Pánfilo en la playa de Tijuana, lleva tres meses intentando cruzar la frontera.  Él quiere estar allá; dejar la pobreza. Mientras tanto, abrazado a los barrotes carcomidos por la humedad salina, no le queda más que sostener la mirada en el lado americano.

 

Su cuerpo escuálido cabe perfectamente entre los barrotes. Y mientras los golpea con tres monedas chinas atadas a una cinta roja y observa el horizonte imagina cruzar; ese es el sueño que Pánfilo ha abrigado desde que salió de su hogar.

 

–Hoy en la noche me voy –Vuelve de su abstracción Pánfilo –. Voy a intentarlo cerca de Tecate.

 

Aquí no fue posible cruzar. Se ha dado cuenta que aquí así es la frontera. Un muro. Patrullas. Narcotraficantes y asaltantes.

 

Pánfilo de pocas palabras, voltea a ver de nuevo las siluetas grises de los edificios que despuntan allá al fondo. Suspira y separa los brazos de los barrotes por los que antes metía la cabeza.

 

–Lo tengo decidido y mejor me voy yendo.

 

Pero no logra irse, se queda sentado en una banca con la mirada fija otra vez en aquellas puntas de concreto y sin prestar atención cuando me siento a su lado. Aprovecho para proponerle que crucemos juntos.

 

Aunque duda, por alguna razón acepta y nos vamos. Por la tarde llegamos a Chula Vista. Terracería y más terracería durante horas, hasta topar con el muro. Algunos huecos en la muralla indican que han intentado pasar por ahí, pero pronto del otro lado de la valla aparece la todoterreno de la patrulla fronteriza.

 

Por ahí no es posible, entonces nos dirigimos al cerro y avanzamos por un camino ondulante entre piedras. Es un paraje inhóspito. Al llegar a la cumbre la realidad cae de golpe. En frente hay un cerro de piedra. Y luego hay otro, y otro, y otro más… ¿y la carretera?

 

Después de subir y bajar pendientes la noche nos alcanza antes que nuestro destino. Pánfilo corre hasta llegar a la última escarpada. Escucho sus impetuosos pasos y quiero advertirle que aún falta demasiado sendero para alcanzar la carretera, que todavía está cerca la patrulla fronteriza y que no se fíe del silencio ni de la noche ni de la niebla; pero de la boca sólo me sale la esperanza en forma de suspiro.

 

Desde la hondura no puedo ver sus ojos perderse en el infinito ni escucho el tintineo de sus tres monedas que durante el camino fue jugueteando entre sus manos. Al subir la cuesta me recomienda que no me atrase porque el camino podría traicionarnos, pero lo hago. Mi fuerza y ánimo se agotan. Me siento a descansar. Luego vuelvo a caminar y el silencio me acompaña hasta la cima. Ya no veo a Pánfilo. Apresuro el paso para darle alcance, estoy confundido al ver tanta oscuridad y de sentir el silencio inacabable que se extiende hasta la línea invisible del horizonte.

 

Quiero gritarle que espere el amanecer, que la noche, aunque parece interminable, habrá de disiparse, que no corra, que sólo se cansará; pero las palabras no pueden enfrentarse al silencio. Siento hundirme y formar parte de la noche. Busco a tientas alguna roca para sujetarme, para decirme a mí mismo que la oscuridad no es indefinida.

 

Él regresa a ayudarme. Siento su respiración cerca de la mía y nuestros latidos confundirse. Me ofrece sus monedas chinas de la suerte, las rechazo y agrego con un leve hilo de voz alejándose sin remedio, que si espera el amanecer podríamos llegar a la carretera, que la niebla ya empieza a elevarse; pero en ese instante percibo pasos alcanzando la cima y el jaloneo de perros sujetados con correas. Aun así, el silencio parece ganarle a los ladridos y a las indicaciones de los hombres.

 

Pánfilo se levanta y exige que continúe bajando. Le pregunto por qué regresó tanto terreno, por qué no me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos equívocos y de mi torpeza, pero él no contesta, apresura el paso a pesar de las piedras y de la quebrada que es develada por una tenue claridad cuando la bruma desaparece.

 

Por lapsos la tierra es alumbrada por las linternas que provienen de la cima y el silencio es quebrado por las voces anunciando que nos tienen cerca. Las linternas se apagan y los pasos se detienen. Sólo Pánfilo continúa bajando, las piedras laceran los pies y sus pasos se hunden en la tierra. Resbala dos, tres veces. Los espinos de los matorrales rasgan su piel.

 

Amanece. Los perros ladran dejando caer espumarajos. Las correas son soltadas y siento su aliento tras de mí. Falta poco para que Pánfilo llegue a la carretera, para que la tristeza sea borrada de sus facciones y sus días de pobreza terminen. Vuelvo a caer y quiero ser un muro que detenga a las bestias, pero una escapa siguiendo la huella de Pánfilo.

 

Me doy por vencido, a él lo veo a lo lejos entre la bruma. Siento el trote marcial de aquellos que bajan, desperdigando las piedras y levantando polvo. Se detienen frente a mí, minutos después el segundo perro regresa ahogándose y gimiendo de dolor, del hocico le cuelga baba y una cinta roja con una moneda china. Sonrío. Puedo sentir la felicidad de Pánfilo, lo veo correr por la carretera hasta que se pierde como un puntito imaginario en la línea del horizonte.

 


jueves, 6 de enero de 2022

 



El Inmortal de Jorge Luis Borges tal vez sea el cuento que más disfruto y sin duda es el que he leído en más ocasiones. Quise darle otro destino a Flaminio Rufo. Aunque los que conocen el cuento saben que el protagonista puede ser Homero.


El Inmortal

No importa que me juzguen fantástico por lo que voy a contar, tal vez mi precaria memoria pueda contaminar rasgos, pero no los hechos. Ya son muchos siglos en busca de las aguas que curan la inmortalidad, en cada caudal de agua he repetido hasta el vértigo el ritual de sumergirme para obtener lo irrecuperable, la mortalidad.

Una mañana cabalgué hasta desmontar en las estribaciones de una montaña cubierta por neblina. Le di unas palmaditas al caballo sudoroso antes de atarlo en unas raíces excretadas de la tierra como nervios impíos sobre la hojarasca.

Respiré profundo y me enfilé hacia un claro en cuyo fondo se ostentaba un ojo de agua que vibraba con el aire. Me quité los atavíos y quedé desnudo y miré lo que antaño fue un cuerpo poderoso y ahora esquelético y cubierto de pellejos lamentables.

Inhalé con fuerza y se zambullí.

Ya dentro supe que estaba condenado de repetirme hasta el vértigo. También entendí que la suciedad física y espiritual que cargaba se desvanecía, pues mi piel y mi mente recuperaba juventud, aunque ya nada fuera nuevo o azaroso.

Salí del agua para emprender mi búsqueda, volví la vista atrás para observar que dejaba improntas de mi aura en el agua a cambio de vitalidad renovada.

Movido por la costumbre me había sumergido en aguas que curan a los hombres de la muerte y encontré algo que ya poseía en mi interior y que lo demás asumía la ligereza del polvo que el viento barrió.