El Guardián
La biblioteca del Serapeum es saqueada antes de ser incendiada. En el laberinto pétreo de sus entrañas una mujer de evolucionado pensamiento arrastra su manto de filósofo dejando atrás una nubecilla de polvo. Alejandría convulsiona y nadie se ocupa de activar la ventilación y el alumbrado del subterráneo que luce como las profundidades inescrutables de Duat.
Alumbrada por una tea cruza la bóveda destinada a contener los libros de física, el siguiente recinto está prohibido para espíritus estrechos y voluntades deleznables, ella entra y embute la tea en una oquedad de la pared.
Los receptáculos que albergan los libros y volúmenes respetan el arreglo y eficiencia de un panal de abejas. La filósofa consulta el pinakes para ubicar la posición exacta de los cuarenta y dos escritos sagrados que Hermes el “Tres veces grande” resumió en la “Tabla de esmeralda”.
Cuando rasga la cera de abeja que sella el depósito que acoge los volúmenes, de las cicatrices oscuras de la caverna surge un torrente de luz que encandila a Hipatia y no abre los ojos sino hasta que la luminosidad ha adoptado la figura de un Lamasu, un espíritu defensor del conocimiento y los tesoros, posee el cuerpo y los cuernos de un toro gris, las alas de un águila gigante y la cabeza de un humano varón de rostro afable que dice llamarse Lear Ned, ser hijo del sol y dice, también, ser el guardián del “secreto de la sustancia primordial y sus transmutaciones”.
Para aceptar a la filósofa como digna de extraer los escritos sagrados plantea un enigma inextricable: “Si hablas con la verdad te mataré con mis cuernos y si me mientes te mataré con un hechizo. ¿Cuál debe ser tu respuesta para sobrevivir?” La respuesta es satisfactoria, de modo que la apremia a abandonar el lugar, la despide con palabras que Hipatia trataría de dilucidar hasta el final de sus días: “Nos volveremos a ver en una realidad paralela, donde solo Lear Ned será real”.
Al abandonar Hipatia los sótanos de la biblioteca el crepitar del fuego que traga historia y saber la recibe en la sala principal. La fogosidad del calor se restriega en su rostro como una caricia apasionada, las llamas ufanas amenazan con chamuscar sus rulos perfectos de estatua de ángel bizantino que protege cubriendo con el manto y reta la suerte atravesando la columna de humo y fuego.
En las calles su vida corre más riesgo que entre las llamaradas, la acusan de herejía y de promover la discordia entre el patriarca religioso y el representante de Roma. Jadeante, con muestras de hollín en los pómulos aborda el carro tirado por dos corceles briosos y perturbados por la multitud enardecida que se acerca.
Se aleja a galope esparciendo escatológicas esquirlas. A tres calles, quinientos monjes de abyectos afanes, provenientes del Desierto de Nitria, detienen al carruaje, bajan y arrastran a Hipatia por las calles de Alejandría hasta llegar al Cesáreo. Allí, tras desnudarla es lapidada con saña y sus restos son exhibidos, en señal de triunfo, por las calles de la ciudad hasta el Cinareo donde creman los restos.
Lear Ned espera complaciente en los subterráneos secretos de la ciudad de Menfis los cuarenta y dos escritos sagrados que transporta Hipatia en una barca por el Nilo después de recorrer el desierto montada en un dromedario sumiso mientras su Alter ego muere por un hechizo “en el entramado de otra realidad”.