El Inmortal de Jorge Luis Borges tal vez sea el cuento que más disfruto y sin duda es el que he leído en más ocasiones. Quise darle otro destino a Flaminio Rufo. Aunque los que conocen el cuento saben que el protagonista puede ser Homero.
El Inmortal
No importa que me juzguen
fantástico por lo que voy a contar, tal vez mi precaria memoria pueda
contaminar rasgos, pero no los hechos. Ya son muchos siglos en busca de las
aguas que curan la inmortalidad, en cada caudal de agua he repetido hasta el vértigo
el ritual de sumergirme para obtener lo irrecuperable, la mortalidad.
Una mañana cabalgué hasta
desmontar en las estribaciones de una montaña cubierta por neblina. Le di unas
palmaditas al caballo sudoroso antes de atarlo en unas raíces excretadas de la
tierra como nervios impíos sobre la hojarasca.
Respiré profundo y me
enfilé hacia un claro en cuyo fondo se ostentaba un ojo de agua que vibraba con
el aire. Me quité los atavíos y quedé desnudo y miré lo que antaño fue un
cuerpo poderoso y ahora esquelético y cubierto de pellejos lamentables.
Inhalé con fuerza y
se zambullí.
Ya dentro supe que
estaba condenado de repetirme hasta el vértigo. También entendí que la suciedad
física y espiritual que cargaba se desvanecía, pues mi piel y mi mente recuperaba
juventud, aunque ya nada fuera nuevo o azaroso.
Salí del agua para
emprender mi búsqueda, volví la vista atrás para observar que dejaba improntas
de mi aura en el agua a cambio de vitalidad renovada.
Movido por la costumbre
me había sumergido en aguas que curan a los hombres de la muerte y encontré algo
que ya poseía en mi interior y que lo demás asumía la ligereza del polvo que el
viento barrió.