El muro
Conocí a Pánfilo en la
playa de Tijuana, lleva tres meses intentando cruzar la frontera. Él quiere estar allá; dejar la pobreza. Mientras
tanto, abrazado a los barrotes carcomidos por la humedad salina, no le queda
más que sostener la mirada en el lado americano.
Su cuerpo escuálido
cabe perfectamente entre los barrotes. Y mientras los golpea con tres monedas
chinas atadas a una cinta roja y observa el horizonte imagina cruzar; ese es el
sueño que Pánfilo ha abrigado desde que salió de su hogar.
–Hoy en la noche me
voy –Vuelve de su abstracción Pánfilo –. Voy a intentarlo cerca de Tecate.
Aquí no fue posible cruzar.
Se ha dado cuenta que aquí así es la frontera. Un muro. Patrullas.
Narcotraficantes y asaltantes.
Pánfilo de pocas palabras,
voltea a ver de nuevo las siluetas grises de los edificios que despuntan allá
al fondo. Suspira y separa los brazos de los barrotes por los que antes metía
la cabeza.
–Lo tengo decidido y mejor
me voy yendo.
Pero no logra irse, se
queda sentado en una banca con la mirada fija otra vez en aquellas puntas de
concreto y sin prestar atención cuando me siento a su lado. Aprovecho para proponerle
que crucemos juntos.
Aunque duda, por
alguna razón acepta y nos vamos. Por la tarde llegamos a Chula Vista.
Terracería y más terracería durante horas, hasta topar con el muro. Algunos
huecos en la muralla indican que han intentado pasar por ahí, pero pronto del
otro lado de la valla aparece la todoterreno de la patrulla fronteriza.
Por ahí no es posible,
entonces nos dirigimos al cerro y avanzamos por un camino ondulante entre
piedras. Es un paraje inhóspito. Al llegar a la cumbre la realidad cae de
golpe. En frente hay un cerro de piedra. Y luego hay otro, y otro, y otro más… ¿y
la carretera?
Después de subir y
bajar pendientes la noche nos alcanza antes que nuestro destino. Pánfilo corre
hasta llegar a la última escarpada. Escucho sus impetuosos pasos y quiero
advertirle que aún falta demasiado sendero para alcanzar la carretera, que
todavía está cerca la patrulla fronteriza y que no se fíe del silencio ni de la
noche ni de la niebla; pero de la boca sólo me sale la esperanza en forma de
suspiro.
Desde la hondura no
puedo ver sus ojos perderse en el infinito ni escucho el tintineo de sus tres
monedas que durante el camino fue jugueteando entre sus manos. Al subir la
cuesta me recomienda que no me atrase porque el camino podría traicionarnos,
pero lo hago. Mi fuerza y ánimo se agotan. Me siento a descansar. Luego vuelvo
a caminar y el silencio me acompaña hasta la cima. Ya no veo a Pánfilo.
Apresuro el paso para darle alcance, estoy confundido al ver tanta oscuridad y
de sentir el silencio inacabable que se extiende hasta la línea invisible del
horizonte.
Quiero gritarle que
espere el amanecer, que la noche, aunque parece interminable, habrá de disiparse,
que no corra, que sólo se cansará; pero las palabras no pueden enfrentarse al
silencio. Siento hundirme y formar parte de la noche. Busco a tientas alguna
roca para sujetarme, para decirme a mí mismo que la oscuridad no es indefinida.
Él regresa a ayudarme.
Siento su respiración cerca de la mía y nuestros latidos confundirse. Me ofrece
sus monedas chinas de la suerte, las rechazo y agrego con un leve hilo de voz
alejándose sin remedio, que si espera el amanecer podríamos llegar a la
carretera, que la niebla ya empieza a elevarse; pero en ese instante percibo
pasos alcanzando la cima y el jaloneo de perros sujetados con correas. Aun así,
el silencio parece ganarle a los ladridos y a las indicaciones de los hombres.
Pánfilo se levanta y
exige que continúe bajando. Le pregunto por qué regresó tanto terreno, por qué
no me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos equívocos y de mi
torpeza, pero él no contesta, apresura el paso a pesar de las piedras y de la
quebrada que es develada por una tenue claridad cuando la bruma desaparece.
Por lapsos la tierra
es alumbrada por las linternas que provienen de la cima y el silencio es
quebrado por las voces anunciando que nos tienen cerca. Las linternas se apagan
y los pasos se detienen. Sólo Pánfilo continúa bajando, las piedras laceran los
pies y sus pasos se hunden en la tierra. Resbala dos, tres veces. Los espinos
de los matorrales rasgan su piel.
Amanece. Los perros
ladran dejando caer espumarajos. Las correas son soltadas y siento su aliento
tras de mí. Falta poco para que Pánfilo llegue a la carretera, para que la
tristeza sea borrada de sus facciones y sus días de pobreza terminen. Vuelvo a
caer y quiero ser un muro que detenga a las bestias, pero una escapa siguiendo
la huella de Pánfilo.
Me doy por vencido, a
él lo veo a lo lejos entre la bruma. Siento el trote marcial de aquellos que
bajan, desperdigando las piedras y levantando polvo. Se detienen frente a mí, minutos
después el segundo perro regresa ahogándose y gimiendo de dolor, del hocico le
cuelga baba y una cinta roja con una moneda china. Sonrío. Puedo sentir la
felicidad de Pánfilo, lo veo correr por la carretera hasta que se pierde como
un puntito imaginario en la línea del horizonte.