Agua
–!No te culpes amor! No te martirices –le dice para
consolarlo mientras con ternura le acaricia la barba sin afeitar.
Él parece no haber oído. Ambos están a la orilla de un
estanque natural que sirve de remanso al riachuelo que cruza los linderos del
jardín. Él, acuclillado, sigue con la mirada perdida en la profundidad del
agua, ella, de rodillas, también la mira, estudia los gestos reflejados de su
esposo que se distorsionan con algunas hojas que el viento arroja sobre la superficie
cristalina.
No quiere que ella perciba que adiciona más signos de
quebranto, pero una lágrima gruesa que rodó su rostro cae formando ondas
concéntricas sobre el espejo del
agua, con apremio sumerge la mano para borrarlas y también aleja algunas carpas
rojas que rutinarias se acercaron a explorar qué había caído.
Ya no puede reprimirse y el sollozo interno le deviene
en un llanto escandaloso, ella estira los brazos para rodearlo por el cuello,
él la abraza y así lloran juntos por un tiempo prolongado.
Él agradece a su esposa y menciona sentirse mejor, se
incorpora y deja caer la muñeca que de tanto estrujarla le alborotó el cabello.
Ofrece a su esposa la mano para ayudarla a incorporarse.
Antes de ponerse en pie levanta la muñeca, la aprieta con fuerza hasta
lastimarse y la arroja con fuerza hacia
el otro extremo del estanque. Al impactarse con el agua rompe la imagen
reflejada del columpio roto que cuelga de la bóveda verde de un árbol.
“Muy sentida es la
muerte cuando el padre queda vivo”.
Seneca