miércoles, 4 de octubre de 2023



 La pasión de Ahmed

Con la misma convicción con la que ingresa a la mezquita, Ahmed entra a la estación de tren, un edificio viejo pintado de color ocre repleto de viajeros impacientes, acostumbrado a la inmensidad del desierto los espacios cerrados y con gentío afectan sus nervios, de modo que incrementa precauciones: apretuja el brazo derecho a su costado para proteger el paquete que lleva bajo las ropas. 

    Todo va de acuerdo a lo planeado: el tren inicia su marcha a las cinco de la tarde en punto con destino a Casablanca. La máquina jalonea su cauda ajustando el trayecto a la inmutable vía que luce como cicatriz imborrable en la superficie árida. Los niños de Marrakech se alzan sobre las puntas de los pies y hasta saltan para despedirse de los pasajeros como si despidieran a amigos entrañables. 

    Minutos después el tren deja atrás a la ciudad y a los suburbios pobres, es hasta entonces que Ahmed dirige la mirada hacia la ventanilla atraído por el atardecer de colores incendiarios en el horizonte. Las imágenes cercanas pasan a gran velocidad, no logra distinguir los rostros de las mujeres obstinadas en trabajar la tierra y de las que tironean las bestias que arrean de regreso a su corral. 

    En tanto que el paisaje que se presenta a lo lejos, como las llanuras contenidas por la cordillera Atlas de cimas majestuosas lucen inmóviles; del otro lado de esas montañas está el Sahara donde nació. 

    Se le hace agua la boca por el aroma del pan de pita que ingiere su compañera de asiento, tiene hambre, cierra los ojos para recordar el legendario pan de Yandaq. A las afueras de ese pueblo solía arriar un hato de camellos propiedad de su tío, quien lo aleccionaba en cómo disparar armas  en especial en aquellos versículos susceptibles de torcer para enarbolar la violencia. 

    Con él también aprendió a leer y escribir de  modo que cuando dominó estas asignaturas se convirtió en su mejor pasatiempo. Su tío, además, le enseñó los principios básicos y áridos de los números. Pero no fue hasta años después en que Ahmed reparó la forma tan peculiar que su tío planteaba los ejercicios matemáticos: pedía, por ejemplo, encontrar el punto exacto en que un tren con explosivos que saliera de París rumbo a Londres coincidiera con otro que realizara el viaje inverso. La velocidad relativa al momento de encuentro de los trenes desbordaba los conocimientos someros adquiridos y su habilidad para maniobras las bolitas del ábaco, y la intención del tío, la ingenuidad de Ahmed. 

   Un evento inesperado lo arrancó de sus pensamientos: una alerta de atentado terrorista en el sistema ferroviario. El tren frena por completo, sube a los carros una brigada de militares apoyada por sabuesos para buscar los posibles artefactos explosivos. 

    A nada está Ahmed de ocultar el rostro entre sus manos, a cambio resuelve bajar la mirada porque sus ojos pueden mostrar el temor que siente por los soldados, desliza el dedo índice por la frente para retirar el sudor en la pequeña franja de frente por abajo de su kufiyya y reza. Es minucioso en el cumplimiento de los rituales religiosos; se encomienda a Alá, la oración le permite mantener la calma, ciñe el brazo derecho al cuerpo para proteger el bulto y comprime los párpados mientras los perros olisquean imperturbables los olores del pan de la señora. 

    La brigada es eficiente y realiza la revisión con prontitud, Amhed teme que el atraso del tren pueda modificar su suerte. Tal vez no llegue a tiempo para cumplir con su destino y toda la dedicación invertida en elaborar su proyecto que lleva bajo el brazo no sirva de nada. 

    El ferrocarril llega a la estación de Casablanca, Ahmed baja a los andenes y recorre los pasillos y escalinatas en busca de la sala de espera. Reprime el deseo de correr para no llamar la atención. Fija la vista en un kiosko donde se concentran viajeros ajenos a la prisa del resto, entre ellos hay una mujer bella ataviada con hiyab, la reconoce, es ella. Él palpa su costado para cerciorarse que el paquete esté intacto y acelera el paso notoriamente. Un policía obeso mira su actitud con recelo -la alerta de terrorismo continúa-, inclina el rostro para hablar por el transmisor sujetado al pecho mientras abre la funda de su arma…

    Con precisión y celeridad cuatro policías lo rodean y sujetan con firmeza. Los curiosos se alejan de la escena dando gritos de conmoción. El ruido del alboroto ahoga la orden en voz alta que lanza uno de los policías. Ahmed forcejea y su bulto cae al piso. La joven corre estirando los brazos en dirección de una niña vivaz, la pequeña ha escapado de la mano protectora de su madre para recoger el bulto envuelto con tela… Ahmed se contorsiona con violencia para liberarse, la niña levanta el envoltorio, y él expulsa un “Nooo” silenciado con violencia por un golpe que recibe en el estómago. 

    La niña espantada deja caer el paquete ya desenvuelto y vuelan, como palomas liberadas, hojas sueltas que la bella joven intentaba capturar. Son las poesías de su hermano Ahmed que la editorial, donde ella trabaja, ha decidido publicar.