Lo que el viento se llevó
El viento impetuoso se empeña en modificar la
topografía ondulante de las arenas del desierto arábigo. No parece consentir las
formas angulares de las casas de campaña
de una caravana y emprende su fuerza contra ellas.
Alojado en la más opulenta, el viejo Al Rashid se
dispone a escuchar con mansa actitud la lectura de su joven esposa. El velo que
cubre su rostro deja a la vista las marcadas cejas y los ojos sugerentes. El
brillo que emite es enigmático; la promesa y la sumisión son ideas
aproximativas de ese destello. El viejo le indica que no es necesario que use
su shayla verde, ella lo retira de su rostro y levanta la mirada con poderosa
lentitud que lo subyuga, pero es el lunar de obsidiana que ella tiene clavado junto
a la boca el que le hace perder la voluntad. De modo que posa sus labios allí
con la misma devoción con que besa el Corán, con la preeminencia de acceder a
un paraíso más tangible e inmediato.
Tras minutos de escuchar la voz armoniosa de su esposa
con que va narrando la trama, Al Rashid duerme y continúa la historia en sueños.
Por tanto, no puede enterarse de los estragos que suscita el viento en la vasta
noche: la puerta de su Jaima revolotea, a poca distancia enreda dos figuras con
la muselina del atuendo de la doncella y le arrancó su shayla que vuela a su
arbitrio para dejar al descubierto un lunar de ubicación seductora.